jueves, 6 de noviembre de 2008

CONFECCIONES DE UN TAXISTA

.- “¡Muchacha bruta!” Vociferó el taxista a una chiquilla que imprudentemente apareció de la nada entre los vehículos delante del taxi en movimiento. La chica había cruzando raudamente la avenida, segundos después de que el semáforo le indicara que no lo hiciera y además, por la mitad de la cuadra, no por el crucero peatonal.

Aunque el automóvil iba a baja velocidad, pues recién retomaba la marcha por el cambio de luz en el semáforo, y aunque la joven estuvo más o menos lejos de ser arrollada, sí ocasionó una brusca frenada del vehículo, además de las expresiones airadas del chofer.

“Si la atropellaba ahí venían los problemas”, me daba las quejas el conductor, explicando que aunque el SOAT correría con los gastos, esa hubiera sido una noche sin ganancias para él. La hipotética situación, imaginada por el taxista, planteaba que después de atropellarla hubiera tenido que auxiliar a la muchacha, llevándola al hospital. A continuación la policía le hubiera exigido el correspondiente análisis para determinar el nivel de alcohol en su sangre. “¿Y quien crees que tiene que pagarlo? –lanzaba la adivinanza”. “Uno mismo, pues –renegaba”. “La Policía te toma la muestra, pero tú tienes que pagarla”, detallaba.

Con todos esos engorrosos trámites, aquella hubiera sido una noche de trabajo perdida, en caso de haber ocurrido el atropello, relataba, aún con el enfado aglutinado en la garganta. Pero aún había más motivos para despotricar. Aseguraba que conocía de más de un caso en el que los profesionales de la salud habían confundido las muestras de sangre, atribuyendo erróneamente los grados de alcohol de algún borrachín al volante, a otro conductor.

Los médicos no saben hacer su trabajo, generalizaba –injustamente-; pero no solo lo mencionaba por aquellos casos de muestras intercambiadas que decía conocer de cerca, sino por una experiencia más cercana: la de su propia madre.

Ya con la cólera disipada, recordaba que cuando aún era adolescente y su madre bordeaba los 40 años, la mujer llegó un día desconsolada a casa. Entre lágrimas relató que le habían detectado cáncer y que le quedaba muy poco tiempo de vida.

El taxista no precisó los motivos por los cuales su madre se negó a someterse a tratamiento alguno y, resignada a su destino, y comenzó los preparativos terrenales para dejar a su familia lo mejor preparada para su inminente partida.

Pero pasaron las semanas y los meses y la salud de su madre cuarentona, ni siquiera menguaba. Al cabo de pocos años llegaron a la conclusión de que habían errado en el diagnóstico. “Por eso no les creo a los médicos”, sentenciaba.

El año pasado y con 82 calendarios encima, nuevamente le diagnosticaron cáncer a su madre. Esta vez sí está confirmada la enfermedad en la mujer. “Pero fíjate, más de 40 años después de que se equivocaron, recién tiene cáncer”, concluía con su relato.

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