martes, 7 de octubre de 2008

UNA HUELLA INDELEBLE

El 4 de junio del 2002, a los 90 años partió a la eternidad el presidente Fernando Belaunde Terry. Hoy martes 7 de octubre habría cumplido 96 años. En cuatro años más, en 2012, conmemoraremos el centenario del nacimiento de este peruano ilustre, considerado por todas las encuestas de universidades prestigiosas como uno de los personajes más queridos y recordados de todos los tiempos.
¿Qué hace que Belaunde goce de profundo cariño popular? Sin duda alguna el recuerdo de las buenas maneras de hacer política, por el señorío y la caballerosidad al tratar a sus adversarios ocasionales, por su convencimiento de que no hay progreso real sin el ejercicio de la libertad plena y porque, a decir del insigne poeta chileno Pablo Neruda, "fue un hombre de intachable honestidad" (Memorias, "Confieso que he vivido").
Pero hay otras razones, sin duda, poderosas que ratifican aquella percepción popular. Porque hizo de la arquitectura la herramienta más efectiva de la revolución habitacional en beneficio de los sectores económicamente más débiles, de la ingeniería la palanca de la estructura y de la infraestructura más amplia de todos los tiempos, de la cátedra universitaria la matriz forjadora de miles de profesionales profundamente comprometidos con el Perú y, sobre todo, porque cumplió lo que prometió, impulsando además a los peruanos cosmopolitas a mirar al Perú profundo y a explorar la selva, donde avizoraba tempranamente y de manera visionaria la riqueza energética que hoy el Perú disfruta. Precisamente, fue su segundo Gobierno el que registró el descubrimiento del gas de Camisea.
En suma, el Perú le rinde su continuo homenaje porque fue un hombre bueno y justo, generoso e incapaz de juzgar con rencor al adversario. Podríamos describir sobre él lo mismo que nuestro historiador Raúl Porras Barrenechea dijo de Miguel Grau: "Mostró la peculiar manera de pelear, de vencer y de morir de los peruanos... Como auténtico peruano, enseñó la posibilidad de luchar sin amargura y de convertir la venganza en generosidad, y le dio al enemigo la peruanísima lección de vencer sin odio y de perder con honra"
Hoy, a más de seis años de su muerte (junio de 2002), podríamos decir del presidente Belaunde lo que el político puneño, de abolengo incaico, don José Domingo Choquehuanca le dijo al libertador Simón Bolívar en agosto de 1825, en Pucará de Puno: que su gloria "crecerá con los siglos, como crece la sombra cuando el sol declina". En un país donde hay sequía de ideas y de referentes políticos enraizados en el corazón del pueblo, es necesario leer y releer al presidente Belaunde. No solo por su bagaje filosófico en torno a sus ideas y programas, sino también el ejemplo de su incansable peregrinaje para asimilar de los pueblos sus enseñanzas y anhelos.
Tras su partida a la eternidad, estoy seguro de que el alma y espíritu del presidente Belaunde sigue recorriendo sin tregua los pueblos olvidados del Perú, los parajes costeños, los villorrios serranos, las aldeas selváticas, los ríos y quebradas profundas, las aulas universitarias. Es que este "andariego de las tierras del Tahuantinsuyo", como lo definió otro peruano ilustre, don Víctor Andrés Belaunde, vivió obsesionado con el Perú porque encontró en él su fuente de inspiración. Todo ello no es retórica barata, sino veamos el mundo que cruje por la crisis financiera internacional y clama por mayor solidaridad. Su posición de centro lo abrazó en 1956, murió con él en el 2002.
"La Constitución impera, la ley rige y la libertad reina en la República. Tales son, en síntesis, los mayores logros de mis mandatos", dijo en julio de 1985 cuando abandonó el Congreso de la República al entregar el poder a su legítimo sucesor. A partir de ese momento, tuve el honor de compartir con él la alegría de volverse a encontrar con su pueblo, no en dorados salones de fruslería sino en los breves y sencillos caminos de los ciudadanos de a pie. En el crepúsculo de su vida, su preocupación giraba en torno al futuro del Perú y de su gente. Supo que desfallecía y moría. Lo que no supo es que, llegada la hora de su partida, el destino le confería para la posteridad la dimensión humana del hombre paradigma. Son huellas que nunca se olvidan, son huellas indelebles como el legado de nuestro querido presidente

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