Nunca subestimes a una mujer. Nunca presumas con ella de tener el dominio de la situación, o la sartén por el mango. Nunca se te ocurra pensar cancheramente que, si ella está de ida, tú ya estás de regreso. Nunca des por sentado que, por tener más años, más experiencia, más recorrido o más mundo, le llevas considerable ventaja. Nunca creas que fuiste tú el que la conquistó, o el que la tiene comiendo de tu mano. Nunca siquiera sospeches que ella depende emocionalmente de ti, que sin ti no viviría. Nunca. Ni un poquito.
En todos esos casos, lo más probable –lo único probable, en realidad– es que ella esté permitiendo que te lo creas.
La otra noche llegué al departamento de Robotv (el canijo y desmejorado ilustrador de este blog) y me dijo:
–Mira la película que está sobre el DVD
Me acerqué al artefacto, tomé la caja y el título me inquietó inmediatamente: “Ten tiny love stories” (diez pequeñas historias de amor), del director colombiano Rodrigo García (a la sazón, hijo de García Márquez).
–¿Qué tal está?, le consulté de lejos a Robotv, mientras daba cuenta de una sopa Ramen que acababa de preparar en el microondas.
–Te va a vacilar. Hasta podría salirte un post de ahí, me dijo, sin dejar de hacer sus garabatos en la computadora.
–Se ve bien, pero tengo que zafar en media hora.
–Mírala un ratito, baboso, y si te gusta, te la llevas.
Como estaba contrariado por el tiempo, me desparramé en la cama pensando ver solo el inicio de la película, pero me envicié tanto que no pude dejarla hasta el final. Vi las diez historias sorbiendo la sopa Ramen. Una tras una. Diez monólogos de aproximadamente diez minutos cada uno. Uno mejor que el otro. Uno más revelador y descarnado que el otro. Cuando la película terminó, estaba devastado.
No puedes ser el mismo después de escuchar la confesión despellejada de diez mujeres. Diez señoritas que no hacen otra cosa que hablarle a la cámara, tratando al espectador como un analista, o mejor aún, como un espejo que no tiene más remedio que oír sus pensamientos, sus indiscreciones en carne viva, sus mentiras más recurrentes, sus ideas más cochinas, sus conclusiones más definitivas. Ellas están ahí, como hablando solas, y tú las oyes, y te sientes un fisgón, un espía, un detective. En verdad, te sientes como ellas quieren que te sientas. Ellas solo desean saciar la urgencia de vomitar sus vivencias, y con la triquiñuela del primer plano cerrado te hacen creer que tú –pobre tonto– has sido el elegido para escucharlas.
Aunque cada sección y parlamento son diferentes, todas las protagonistas comparten un rasgo: son dueñas y artífices de la situación que narran. Las cosas buenas y malas que han vivido al lado de hombres ocurrieron porque, en algún punto, ellas dejaron que ocurran. Ellas dieron su conformidad, su autorización, su luz verde, su visto bueno. Dijeron OK. Si salieron magulladas o triunfadoras, ese es otro cuento. El meollo del asunto es que lo permitieron.
Cuando salí de la casa de Robotv –y mientras caminaba por la avenida 28 de julio buscando un taxi– me quedé amasando esa idea: los hombres históricamente hemos subestimado a las chicas. Hemos crecido creyendo que podemos hipnotizarlas, seducirlas, hacerles pisar el palito de nuestras conveniencias. Hemos crecido creyendo que podemos hacerlas permanecer a nuestro lado aún en contra de su voluntad.
Sin embargo, me da la impresión de que la sabiduría femenina consiste precisamente en hacernos creer que somos necesarios. Ese es su gran talento. Su gran poder. Así como nos ensalzan y nos miman para que mantengamos el ego inflado como un globo de helio, también pueden, si les apetece, extraer una aguja imaginaria, pincharnos el autoestima, y mandarse a mudar.
Mientras nosotros medimos y probamos nuestra fuerza en actividades tan discutiblemente creativas como, por ejemplo, las pulseadas, el levantamiento de pesas, la carga de bloques de titanio o el remolque de autos con los dientes, ellas solo necesitan operar correctamente los circuitos cerebrales y decir tres o cuatro cosas para desacomodarnos y vencer nuestra resistencia.
Nunca como en estos días el dicho popular “el hombre propone y la mujer dispone” me ha sonado tan acertado.
Y es que es cierto: los hombres siempre vamos a estar dispuestos a todo, siempre vamos a tener ganas de hacer cosas. Ganas de salir, de chupar, de besuquear, ganas de acostarnos, ganas de portarnos mal, ganas de hacer favores a cambio de tan poco. Parte de nuestra misión cultural es ofrecer nuestros servicios de machos galantes. Prueba de eso es que, desde tiempos inmemoriales, somos nosotros los encargados de hacer las grandes preguntas, pero son ellas las que están en el lugar de decidir y redondear las ansiadas respuestas. Son ellas las que atajan o permiten nuestros avances, según su humor y su termostato.
¿Cómo te llamas? ¿Quieres bailar? ¿Te animas a salir? ¿Me das tu teléfono? ¿A qué hora paso por ti? ¿Me harías la taba al cine? ¿Quieres estar conmigo? ¿Quieres ser mi enamorada? ¿Quieres ser mi esposa? ¿Te casarías conmigo? ¿Y cómo es él? ¿En qué lugar se enamoró de ti? ¿De dónde coño es? ¿A qué mierda dedica el tiempo libre?
Qué putañero destino el de los hombres: preguntar. Preguntar es arrojar una bola de barro al vacío para ver qué tan lejos llega; es lanzar un grito desesperado a ver si la montaña nos devuelve un mísero eco.
Todo el tiempo veo a los chicos tratando infructuosamente de ligar en los locales nocturnos. Atacan a sus víctimas en manadas. Se acercan a un grupo de chicas, murmuran necedades y rebotan a los pocos segundos. Intentan besarlas y a cambio reciben cachetadas, insultos, desplantes. Como lobos angurrientos, se precipitan sobre ellas y regresan apaleados.
En cambio, nunca he visto a un chico negándose a besar a una mujer que de pronto se lo pide (cosa que tampoco he visto mucho). Nunca he sabido de ningún muchacho que haya rechazado la invitación de una señorita para pasar una noche juntos, o que se haya horrorizado ante una propuesta en teoría indecente.
Hace un par de viernes nomás estaba con Robotv en El Oso Bar (ese tugurio rojizo de Miraflores cuyo encanto y decadencia suelen ir de la mano). Había por ahí un grupo de chicas solas, muy monas, pero formaban un anillo humano impenetrable. Se movían en manada de arriba a abajo. Si de Robotv y de mí hubiera dependido, probablemente habríamos propuesto armar ahí mismo una orgía inolvidable. Estoy seguro de que todos los hombres alguna vez han cobijado el mismo estúpido deseo: detener el tiempo en un bar, y que todas las chicas queden inmóviles, como encantadas, para luego dar rienda suelta a sus pasiones más lascivas (como en Cashback). Lamentablemente, depende de ellas que eso ocurra, no de nosotros los varones. Siempre depende de ellas. De que ellas quieran, de que ellas acepten, de que a ellas les provoque, de que se les canten las pelotas. Lo malo es que, aunque muchas veces sí les provoca y se les antoja hacer cosas sucias, igual se reprimen, se chupan, se autocensuran.
Los hombres damos risa. Creemos que piloteamos el avión de nuestro destino, pero son ellas, las mujeres, las que deciden el rumbo de todas las naves. Nosotros nos preciamos de llevar los pantalones, pero son ellas las que tienen la correa. Ellas son más fuertes, quizá no en lo físico, pero sí en lo cerebral y en lo anímico.
Debe ser por eso que –para vengarnos un poco de ellas– los chicos hemos inventado a los superhéroes: inverosímiles musculosos que pueden volar, multiplicarse, estirarse, convertirse en animales, en robots, en fuego, en lo que sea. Necesitamos creer que existe algún macho superior a todo, capaz de dominar al resto, aunque para eso tenga que usar antifaz, malla y bikini. No importa. Ese es el precio que hay que pagar. Los superhéroes enmascarados son los que sacan la cara por nosotros. Las mujeres, en cambio, no necesitan de esas ayuditas simbólicas. Ellas ya tienen poder suficiente como para, encima, apoyarse en figuritas de ficción. ¿Acaso alguna vez han visto a una mujer con súper poderes? Y no me digan que la Mujer Maravilla, que esa tía fofa no hace nada muy distinto de lo que hacen el común de las mujeres. Se pone unos brazaletes muy ostentosos, un calzón muy apretado y se da tres vueltas antes de desaparecer. Joder. Todas hacen lo mismo.
Algunos libros insinúan que el hombre es fiero porque provee alimentos, pero, vamos, qué mérito hay en bajar unos cuantos frutos de un árbol o en matar un venado a mansalva. Más inteligencia e imaginación, en todo caso, requiere la cocción, repartición y posterior salvaguarda de esos insumos.
En un post anterior comenté una teoría: las mujeres se sobreponen más fácilmente a una ruptura sentimental. No lo decía para victimizar a los hombres, ni para hacerlos ver como unos pobrecitos pobres diablos. Nada que ver. Lo que quería decir (por si no quedó claro) es que las mujeres tienen mucho más incorporado el chip de la supervivencia. Supongo que es por el rollo de la maternidad, porque pueden albergar a un ser humano dentro de sus entrañas. No sé. Pero es evidente que aprecian mejor el valor de la vida, el sistema de producción y protección de la vida. Y si el espíritu maternal es lo que, a la larga, las hace diferentes, es lógico que estén más facultadas para sobrevivir, para administrar energías y no perecer fácilmente.
Por eso, si se va un novio, pues qué venga otro. Qué tanto problema, caracho. Lloran un rato pero ya está. Se caen y se rehacen, como los espesos androides de Terminator. Y si de pasar la página se trata, pues nadie como ellas para empecinarse firmemente en dejar atrás el pasado. Total, hombres no van a faltarles. Los hombres siempre vamos a estar ahí, rondándolas, como mongos gallinazos, esperando a que el enamorado de turno caiga para abalanzarnos sobre la presa soltera y cubrirla con nuestro plumaje erecto. Ellas no tienen que preocuparse por conseguir acompañante, sino más bien por elegir de todos los candidatos a alguien que les garantice la sana continuidad de su especie. Más que en esposas, ellas sueñan con convertirse en mamás, y ya va siendo hora de que lo aceptemos. Una mujer puede resistir que se le muera el marido, nunca el hijo.
El hombre, en cambio, es infinitamente más ahuevado. Más elemental. Y cuando una chica termina con él, llora como un manganzón. Vive el duelo como una acongojada viuda negra. Para él resulta más difícil remontar el ánimo, porque no siempre hay mujeres esperando que recupere su libertad. Al revés: las chicas, al olfatear su desgracia, se apartan, se abren, ni le miran, le tratan como un escarabajo molestoso, como a una rata peluda que apesta.
No pocos amigos, en diferentes momentos, me han contado la misma historia: terminaron con sus chicas (o sus chicas con ellos, da igual para efectos del ejemplo) y, al cabo de unos meses, pongamos cinco, pongamos seis, las han visto recuperadas, de la mano de un nuevo enamorado, mientras ellos han seguido arrastrando las pústulas de la vieja relación. “¿Cómo hizo para recuperarse tan rápido? Yo no he podido”, les he oído decir, asombrados por esa cualidad femenina, casi camaleónica, de regenerar el pellejo bajo cualquier condición atmosférica. “Es el instinto de supervivencia”, les he respondido, revoleando el dedo índice en el aire, con pose de terapista de pacotilla. “La supervivencia, mis pelotas, son unas zorras y punto”, han razonado ellos, dolidos, succionando los mocos.
Los monólogos de la película que vi en casa de Robotv me dejaron intranquilo. Me empezó a doler la barriga luego de verlos (aunque también es posible que haya sido culpa de la Sopa Ramen de Robotv: un horrible amasijo de fideos comprado en el grifo de la esquina). El hecho es que los testimonios eran alucinantes: mujeres que simulan orgasmos; mujeres que fingen querer; mujeres que dejan que los hombres entren a sus vidas, y que incluso pasen por ellas, pero calculando lo suficiente como para que no lleguen a ser fundamentales. Lo que me quedó más claro después de esa hora y media fue que, si alguien lleva las riendas de las relaciones sentimentales, esas son las mujeres. Y no me refiero a las riendas superficiales, sino a las emocionales. El corazón de la mujer es un macizo bloque de cristal; el del hombre, en cambio, es una mazamorra de guindones, un puré de quinua, una papilla inconsistente.
Y si las mujeres en general son más fuertes, mención aparte merecen las mujeres que han sido premiadas con la belleza genética. Las bonitas no tienen cómo fallar. Es decir, una mujer de aspecto normal, pero poco avispada, puede, con suerte, ser exitosa. Una mujer de aspecto normal pero inteligente no debería tener problemas en encontrar su lugar en el mundo. Pero una mujer bonita e inteligente tiene el mundo completamente a sus pies. Si entiende que su belleza no es ningún talento, y si da los pasos adecuados y no comete grandes cagadas, pues no hay puerta que se le cierre, ni pared que se le cruce, ni hombre que se le escape.
(…)
Me provocó escribir sobre esto, porque era una manera de zanjar la historia con Angélica, ya muy expuesta por el post anterior y por el muy bonito texto que ella gentilmente escribió en El Espectador de Colombia el sábado pasado. Ya mucho vicio con esa novela. Quería dejarla tranquila, que repose, que duerma y que despierte cuando le toque, no antes.
Angélica, por ejemplo, es una mujer guapa e inteligente. Seguramente irá a Nueva York y residirá allí como pretende. Difícilmente las cosas le saldrán mal. Para qué interrumpir ese sueño legítimo y antiguo con una aventura romántica que, por ahora, no cuenta con el crudo auspicio de la realidad.
Cuando le di a leer este texto para que haga el dibujo correspondiente, Robotv me dijo que le gustaba porque parecía una voz de alerta, una discreta advertencia para el resto de hombres. Y en estos días, en que tanto se farfulla y pontifica de modo barato y demagógico respecto de la violencia en contra de la mujer, encuentro muy oportuno lanzar esta bombita: el poder, en el fondo, lo tienen las chicas. Y que nadie se confunda.
[Ilustraciones: Alfonso Vargas Saitua (el bailaor Robotv, que mañana jueves estará rondando en Eka, por el aniversario del local)]
[Si de superhéroes vengadores hablamos, qué mejor que este, el favorito de la casa: El Vengador]
No hay comentarios:
Publicar un comentario