Quienes desde el primer momento nos opusimos al golpe que, desde Palacio, dio Alberto Fujimori, estamos satisfechos con su condena, porque se ha hecho justicia. Precisamente, la justicia es no arbitrariedad, a diferencia de la injusticia, a diferencia de la fuerza bruta, quinta esencia de la arbitrariedad.
Dar un golpe de Estado es un delito, no solo porque rompe la normativa constitucional y atenta contra unas autoridades elegidas legítimamente, sino porque priva al pueblo de ejercer libremente sus derechos ciudadanos. Lo priva de su libertad y sabemos que un hombre sin libertad es incapaz de decidir por sí mismo qué autoridad le conviene elegir para gobernar una nación; no podrá opinar porque será perseguido por sus ideas o porque se opone a la autoridad que ya es ilegítima al romper todo pacto que garantice nuestra libertad.
La doctrina explica que todo ciudadano tiene derecho de insurgir contra una autoridad ilegítima. Este principio está considerado en la mayoría de las constituciones. Por eso muchos peruanos insurgimos, unos primero, otros después. Si no hubiera sido por esta insurgencia, hasta ahora Fujimori estaría libre, como si en su gobierno no hubieran ocurrido los feroces asesinatos de Barrios Altos y La Cantuta, como si en su gobierno no se hubieran perseguido, judicializado y enjuiciado a sus adversarios. Como si en su gobierno no se hubieran copado las instituciones, corrompido funcionarios, políticos e incluso algunos dueños de medios de comunicación.
Este fue el objetivo, la meta que se buscó desde que el pueblo lo eligió, el terrorismo sirvió de un extraordinario pretexto para conseguir el apoyo de una población temerosa y luego manipulada, en la mayoría de los casos, para apoyar su proyecto autoritario.
Decimos esto porque la ruptura del orden jurídico es la razón de ser para la destrucción de valores e imponer un régimen basado en el voluntarismo del líder, sus seguidores y ese entorno de adulones serviles que siempre existen detrás de los poderosos.
Sus partidarios sostenían que nadie podía gobernar mejor que él, porque nos había salvado del monstruoso terrorismo, lo que fue falso, porque después han gobernado otros, con sus defectos y aciertos, pero en libertad.
Fujimori en lugar de reconocer y ponderar al verdadero captor de Abimael Guzmán, al general Antonio Ketín Vidal, lo cambió del cargo que había dirigido con eficiencia y se atribuyó ese triunfo.
La insurgencia fue también de unos dignos militares encabezados por el general Jaime Salinas Sedó, en ese momento ya en el retiro, lo que adquiere aun mayor valor por los principios que salió a defender y por lo arriesgado de la decisión.
La sentencia del Tribunal Superior es correcta en todos sus extremos; es ejemplar, marca un hito en la historia de nuestra patria y nos enseña que nadie, por más poderoso que sea, puede estar por encima de la ley.
Los peruanos podemos empezar a confiar en la justicia. Recordemos que la dictadura, por ser arbitraria y asimétrica, es la forma de gobierno más despreciable.
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