Corría el año dos mil cuarenta. La Sra. P. estaba postrada en cama, angustiada, reviviendo mentalmente lo sucedido en los últimos meses, que iban a ser los últimos de su vida.Recordó los primeros dolores. Recordó el retraso en consultar su origen, por no conocer a ningún profesional de confianza en quien depositar su incertidumbre, nunca lo había necesitado hasta entonces. Recordó la visita al Centro de Salud, y la fría solicitud de pruebas según marcaba el protocolo. Recordó el día en que el funcionario de salud le informó según marcaba el reglamento, sin preámbulos ni empatía alguna, de que tenía un tumor maligno, que disponía de las opciones A, B y C de tratamiento, cuyas posibilidades de resultados eran X, Y y Z expresados en porcentaje de supervivencia. Recordó cómo, invadida por el impacto, el miedo y la zozobra, sin entender apenas lo que le estaban diciendo, preguntó al funcionario acerca de su opinión, qué haría él, a lo cual el funcionario respondió que a él no le competía otra cosa que cumplir los deseos del paciente, según marcaba la ley y le habían enseñado en la facultad, y firmar la orden de tratamiento.
Recordó los terribles efectos secundarios del tratamiento, de los cuales era minuciosamente informada, así como de la medicación que se le administraba para contrarrestarlos (y de sus posibles efectos secundarios, de los que también era informada). Recordó que nadie le preguntó cómo se sentía, nadie le preguntó si tenía miedo, nadie se interesó por quién era, qué había hecho en su vida, qué era importante para ella en ese momento.
Recordó que se le instó a cumplimentar un documento en que reflejara detalladamente sus disposiciones acerca de qué tratamientos deseaba o no deseaba si las cosas no iban bien. Recordó su bloqueo mental, su incapacidad para reflexionar, nadie podía decidir por ella, pero nadie quería pensarlo con ella, y aún menos los funcionarios de salud, cuya aparente única obsesión era tener todos los documentos escritos y firmados para saber a qué atenerse, y cumplir la ley.
Llegó el día en que apenas podía salir de casa, quedó aislada, atendida por un auxiliar contratado por sus familiares, con quien apenas podía hablar de nada. Visitada regularmente según indicaban los protocolos, se medían sus síntomas por escalas, se proponían los fármacos, y ella debía dar su conformidad y firmar el consentimiento, como decía la norma.
No tenía dolor, ni molestia física alguna. Pero su sufrimiento era atroz, la soledad, el aislamiento, la incomunicación, la torturaban. Quería hablar, debatir, reflexionar, entender qué pasaba con su vida entera, pero sólo la rodeaban caras impersonales que aplicaban de forma impecable lo que las normas, la ley, y sus propias disposiciones, habían decidido.
Surgió un clamor en su interior, un grito que nadie oía, un fuego que la consumía. Empezó a pensar que tal vez era mejor acabar, dormirse para siempre, pero no se decidía, la duda la angustiaba.
Y un día, cuando ya no podía más, al entrar en su habitación el funcionario de salud, le dijo que por qué nunca la miraba a los ojos, que por qué no le cogía la mano, que por qué no le preguntaba acerca de su ser profundo, abrumado porque la vida se le iba. El funcionario, joven, se la quedó mirando sin comprender. Estaba haciéndolo todo correctamente según le habían enseñado, no había descuidado ni una norma. No entendía la demanda. Y le preguntó si era su deseo que la sedaran, no tenía más que decirlo, tenía derecho y él estaba obligado a respetarlo.
Y ella le dijo si es que no tenía alma, ni sentimientos, que necesitaba al lado una persona que la comprendiera, que la acompañara, que la ayudara a decidir, que necesitaba un médico!.
Y el joven contestó, ¿un médico? Señora, de esos ya no quedan, eso era otra época, ahora usted decide y nosotros cumplimos sus deseos. Es la ley. ¿Qué más quiere?
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